El catecismo da una definición tan breve como sublime de la gracia santificante. Dice que es un don divino que nos hace hijos de Dios y herederos de la gloria. Imposible decir más en menos palabras.
La gracia, en efecto, es un don, o sea algo completamente gratuito que nadie (antes de poseerla) podría jamás merecer. Es un inmenso regalo de Dios. Tan inmenso, que es un don divino en el sentido más riguroso y auténtico de la palabra, puesto que es esencialmente una participación de la misma naturaleza divina.
Al darnos realmente esa participación de la naturaleza misma de Dios, nos hace verdaderamente hijos suyos, puesto que en eso precisamente consiste toda filiación, en recibir la naturaleza propia del padre. Por eso somos hijos de Dios no sólo de nombre, sino en la realidad.
Y, si somos hijos de Dios, somos también sus herederos , porque la herencia de los padres es, naturalmente, para sus hijos. Y la herencia de los hijos de Dios es nada menos que el cielo, o sea la visión y el goce fruitivo de Dios para toda la eternidad.
Esta
gracia de Dios se llama santificante, porque santifica real y formalmente al que
tiene la dicha de poseerla. El alma en gracia de Dios es realmente santa por la
sola posesión de ese tesoro infinito, ante el cual son como basura todas las
riquezas y tesoros de la tierra.